Por aquel entonces, el pequeño puente de madera que salvaba el riachuelo, era testigo del trasiego de los cientos de personas que pasaban a visitar la ermita del deshabitado poblado.
Él mismo puente, al igual que un ser animado, era consciente de que nadie lo sabía ni se había dado cuenta. Ni siquiera los propios moradores de aquellas tierras. Aquellos que se jaleaban en grupo igual que ruidosos y maleducados gorriones. Ésos que escupían por sus bocas humo como si fuesen fogatas carboneras, los que sin saberse el para que, posaban de esta u otra manera como si fuesen escuadras de espantapájaros.
El puente, resignado y a veces divertido, observaba como a pesar del continuo trasiego, los mayores no tomaban conciencia de que en esas tierras habitaban los seres pequeños. Ésos que no se hacían notar, los que vivían inmersos en sus juegos y observaciones. Los que atentos al bosque y a sus habitantes sacaban de éste frutos y bayas, así como lo mejor que éste les ofrecía.
Ellos, los pequeños tenían su hábitat en uno de los mejores rincones posibles de las tierras sureñas. En lo más abrupto, hermoso y húmedo de la vieja comarca que en días ya muy lejano, fue puente, al igual que el que cruza el río, para los primeros pobladores de la tierra.
Y ahí, ocultos entre la hojarasca, en el hueco del quejigo, sobre el viejo tocón o camufladas entre musgos, umbiculus y hepáticas, era donde escondían ellos, los seres pequeños sus, diminutas residencias.
Él mismo puente, al igual que un ser animado, era consciente de que nadie lo sabía ni se había dado cuenta. Ni siquiera los propios moradores de aquellas tierras. Aquellos que se jaleaban en grupo igual que ruidosos y maleducados gorriones. Ésos que escupían por sus bocas humo como si fuesen fogatas carboneras, los que sin saberse el para que, posaban de esta u otra manera como si fuesen escuadras de espantapájaros.
El puente, resignado y a veces divertido, observaba como a pesar del continuo trasiego, los mayores no tomaban conciencia de que en esas tierras habitaban los seres pequeños. Ésos que no se hacían notar, los que vivían inmersos en sus juegos y observaciones. Los que atentos al bosque y a sus habitantes sacaban de éste frutos y bayas, así como lo mejor que éste les ofrecía.
Ellos, los pequeños tenían su hábitat en uno de los mejores rincones posibles de las tierras sureñas. En lo más abrupto, hermoso y húmedo de la vieja comarca que en días ya muy lejano, fue puente, al igual que el que cruza el río, para los primeros pobladores de la tierra.
Y ahí, ocultos entre la hojarasca, en el hueco del quejigo, sobre el viejo tocón o camufladas entre musgos, umbiculus y hepáticas, era donde escondían ellos, los seres pequeños sus, diminutas residencias.
(Chano R. Muñoz)
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